Jon Lee Anderson
El
11 de diciembre, Hugo Chávez Frías, el extravagante y radical presidente de
Venezuela, se sometió a su cuarta cirugía contra el cáncer y desde entonces ha
languidecido en un hospital de La Habana bajo una celosa guardia. Sólo
familiares y allegados políticos cercanos —y, se presume, los hermanos Castro—
tienen permiso para verlo. No ha habido ningún vídeo de él sonriendo desde su
cama de hospital ni animando a sus seguidores. Funcionarios del gobierno reconocen
que está experimentando “severas dificultades respiratorias”, a pesar de los
rumores de que está bajo un coma inducido y conectado a un respirador. La
presidenta de Argentina, Cristina Kirchner, visitó La Habana la semana pasada
llevando una Biblia para Chávez. Y aunque no comentó si lo llegó a ver, tuiteó
poco después: “Hasta siempre”. Los partidarios de Chávez insisten en que el
presidente se está recuperando, y que incluso firmó un documento- una prueba de
vida que se exhibió debidamente a la prensa. Pero el mensaje de Kirchner sonaba
como un último adiós.
Es
apropiado que Chávez haya escogido Cuba como el mejor lugar para recuperarse,
ya que el país ha sido un segundo hogar para él durante mucho tiempo. En
noviembre de 1999, Fidel Castro lo invitó a dar una charla magistral en la
Universidad de La Habana. Chávez, un ex-paracaidista militar, se había
convertido en presidente de Venezuela apenas nueve meses antes, pero ya contaba
con una audiencia embelesada, incluyendo a Castro, a su hermano menor Raúl y a
otros altos cargos del buró político de Cuba. El discurso de Chávez estuvo
lleno de expresiones de buena voluntad hacia Cuba y elogió a Castro, a quien
llamó “hermano”. Era imposible pasar por alto las implicaciones de su visita.
Desde el fin del subsidio soviético, ocho años antes, Cuba luchaba por
sostenerse y Venezuela era una nación rica en petróleo. Chávez había viajado
con una delegación de la empresa petrolera nacional. El presidente, ya en ese
entonces un orador expansivo, habló durante noventa minutos, y Castro sonrió
atentamente todo ese tiempo. El hombre que estaba a mi lado susurró que nunca
había visto a Fidel mostrar tanto respeto por otro líder.
Esa
noche, una multitud llenó el Estadio Nacional de Béisbol de La Habana en
ocasión de un partido amistoso entre jugadores veteranos de las dos naciones.
El ambiente era festivo. Chávez pichó y bateó para Venezuela, jugando las nueve
entradas. Castro, vestido con una chaqueta de béisbol sobre su uniforme de
faena militar, fue el mánager de Cuba y aprovechó para darle a su huésped una
lección en tácticas: a medida que el juego avanzaba, Castro infiltró jóvenes
impostores al campo de juego, disfrazados con barbas postizas que luego se
arrancaron, desencadenando aplausos y risas en la audiencia. Al final del juego
Cuba ganaba cinco a cuatro pero, como declaró Chávez, “tanto Cuba como
Venezuela han ganado. Esto profundizó nuestra amistad”.
Antes
de que pasara mucho tiempo, Cuba empezó a recibir envíos de petróleo venezolano
a menores precios, a cambio de los servicios de docentes, médicos e
instructores deportivos cubanos que trabajaron en un enorme programa de alivio
de la pobreza lanzado por Chávez. Desde el año 2001, decenas de miles de médicos
cubanos han proporcionado tratamiento a los pobres de Venezuela, y personas con
enfermedades de la vista han recibido atención médica en Cuba, en el marco de
un programa que Chávez llamó, con su típica grandiosidad, Misión Milagro.
Como
parte no escrita del acuerdo, Chávez también adquirió una ideología. Desde el
principio él era un ferviente discípulo de Simón Bolívar, libertador de
Venezuela y su máximo héroe nacional. Poco después de haber asumido el poder,
Chávez cambió el nombre del país a República Bolivariana de Venezuela. Bolívar
era un modelo complicado: fue un luchador carismático por la libertad, cuyas
sangrientas campañas liberaron a gran parte de América del Sur de la España
colonial. Pero, a pesar de ser admirador de la Revolución Americana, Bolívar
era mucho más un autócrata que un demócrata. Para Chávez, Castro era el Bolívar
de los tiempos modernos, el actual guardián de la lucha antiimperialista. En
2005, después de un largo período de estudio y reflexión, Chávez anunció que
había decidido que el socialismo era la mejor propuesta de progreso para la
región. En sólo unos pocos años, con sus miles de millones en petróleo y guiado
por Castro, Chávez resucitó el discurso y el espíritu de la revolución
izquierdista en América Latina. Él transformaría Venezuela en lo que llamó, en
su discurso en la Universidad de La Habana, “un mar de felicidad y de verdadera
justicia social y paz”. Su máximo objetivo fue elevar a los pobres. En Caracas,
la capital del país, los resultados de esta irregular campaña están a la vista
de todos.
Los
colonizadores españoles que fundaron Caracas en el siglo XVI lo hicieron con
cuidado: situaron la ciudad en las montañas, en vez de la cercana costa del
Caribe, para protegerla de piratas ingleses y de los indios que merodeaban.
Actualmente, la costa ubicada a diez millas de distancia de la ciudad es
accesible por una carretera escarpada entre las montañas construida por órdenes
del fallecido dictador militar Marcos Pérez Jiménez, quien dominó el país
durante la década de los cincuenta. De cruel carácter y ampliamente odiado en
su país, Pérez Jiménez fue derrocado después de sólo seis años como Presidente,
pero dejó tras de sí un impresionante legado de obras públicas: edificios
gubernamentales, proyectos de vivienda pública, túneles, puentes, parques y
carreteras. En las décadas siguientes, mientras las dictaduras molestaban a
gran parte de América Latina, Venezuela resultó ser una democracia dinámica y
generalmente estable. Siendo una de las naciones petroleras más ricas del
mundo, el país tuvo una creciente clase media con un nivel increíblemente alto
de vida. También fue un firme aliado de EE.UU.: los Rockefellers tenían campos
petroleros en Venezuela, así como grandes ranchos donde sus familiares montaban
a caballo con amigos venezolanos.
La
perspectiva de una buena vida en Venezuela atrajo a cientos de miles de inmigrantes
del resto de América Latina y de Europa, quienes ayudaron a darle a Caracas la
reputación de ser una de las ciudades más atractivas y modernas de la región.
Tenía una espléndida universidad — la Universidad Central de Venezuela—, un
museo de arte moderno de primer orden, un elegante Country Club, una serie de
buenos hoteles y exquisitas playas. A finales de los años setenta, cuando las
mujeres venezolanas se convirtieron en perennes ganadoras del concurso de Miss
Universo, la mayoría de los latinoamericanos consideraban al país como un lugar
hermoso para gente hermosa. Incluso su criminal más infame, el terrorista
marxista Illich Ramírez Sánchez (Carlos El Chacal), fue un todo un dandy,
con un gusto por los pañuelos de seda y el whiskey Johnnie Walker. En 1983, en
lo que puede haber sido la cúspide del encanto de Caracas, fue inaugurada la
primera línea del Metro y el Teresa Carreño, un complejo teatral de clase
mundial.
Esa
ciudad apenas puede percibirse hoy. Después de décadas de abandono, pobreza,
corrupción y agitación social, Caracas se ha deteriorado muchísimo. Tiene una
de las tasas de homicidios más altas del mundo: el año pasado, en una ciudad de
tres millones de habitantes, se estima que tres mil seiscientas personas fueron
asesinadas, cifra que equivale a una muerte cada dos horas. La tasa de
homicidios en Venezuela se ha triplicado desde que Chávez asumió el poder. De
hecho, el crimen violento (o la amenaza de que suceda) es probablemente el carácter
definitorio de Caracas, tan ineludible como el clima, que generalmente es
maravilloso, y el terrible tráfico, con autos atascados durante horas en las
calles día tras día. Vendedores deambulan a través del embotellamiento,
vendiendo juguetes, insecticidas y DVDs piratas, mientras que los drogadictos
lavan los parabrisas o hacen malabares a cambio de monedas. Se observan
fachadas enteras cubiertas de graffitis y con basura amontonada en las vías. El
río Guaire, su cauce a lo largo de toda la ciudad, es un torrente gris de agua
maloliente. A lo largo de sus riberas viven cientos de personas sin hogar,
indigentes —en su mayoría adictos a las drogas— y enfermos mentales. Los
barrios más ricos de Caracas son enclaves fortificados, protegidos por muros de
seguridad con alambre electrificado. En las entradas de las urbanizaciones,
guardias armados permanecen en vigilia tras un vidrio oscuro.
Caracas
es una ciudad fallida y la Torre de David es quizás el símbolo más importante
de ese fracaso. La torre es un zigurat de espejos de vidrio coronado por un
gran eje vertical, que se eleva a cuarenta y cinco pisos por encima de la
ciudad. La principal característica del complejo de rascacielos de Confinanzas,
que incluye otra torre de dieciocho pisos y un estacionamiento elevado, es su
visibilidad desde cualquier punto de Caracas, que sigue siendo mayormente una
ciudad de edificios modestos. El vecindario que rodea al edificio es típico:
una ladera cuadriculada de casas y comercios de uno o dos pisos que se disipan
a pocas cuadras de las faldas del cerro El Ávila, un montaña selvática que
forma un dramático muro verde entre Caracas y el Mar Caribe.
La
torre ha sido nombrada en honor a David Brillembourg, un banquero que hizo
fortuna durante el boom petrolero de Venezuela en los años setenta. En
1990, Brillembourg se lanzó a la construcción de un complejo que esperaba
convertirse en la respuesta venezolana a Wall Street. Sin embargo,
Brillembourg murió en 1993, mientras el complejo seguía en construcción, y poco
después de su muerte una crisis bancaria acabó con un tercio de la
instituciones financieras del país. La construcción, completada en un sesenta
por ciento, se detuvo y nunca fue reanudada.
Vista
desde la distancia, la Torre no da indicio alguno de sus problemas. De cerca, sin
embargo, las irregularidades en su fachada son claramente evidentes. Hay partes
donde los paneles de vidrio se han perdido y los agujeros han sido rellenados;
en otras partes de la fachada, las antenas parabólicas y satelitales se asoman
como hongos. En los costados no hay paneles de vidrio en absoluto. El complejo
es un coloso de hormigón sin terminar —en el que habitan personas. Casas de
ladrillo mal ensambladas, similares a las que cubren los cerros alrededor de
Caracas como costras, han llenado los espacios vacíos dentro de muchos de los
pisos. Sólo las plantas superiores están abiertas al cielo, como plataformas de
un gran pastel de bodas. El decano de Arquitectura de la Universidad Central,
Guillermo Barrios, me dijo: “Todo régimen tiene su impronta arquitectónica, su
icono, y no tengo duda de que la imagen arquitectónica de este régimen es la
Torre de David. Encarna la política urbana de este régimen, que puede definirse
por la confiscación y expropiación, por la incapacidad gubernamental y el uso de
la violencia”. La Torre, construida como una muestra de la eminencia del país,
se ha convertido en el barrio alto del mundo.
Cuando
Chávez asumió el poder en 1999, el centro de la ciudad ya estaba descuidado y
en franca decadencia, y la torre había caído bajo custodia del Fondo de
Garantías de Depósitos. Cuando el gobierno trató de venderla mediante subasta
pública en el 2001 nadie ofertó y el plan que existía para convertirla en la
nueva sede de la Alcaldía fue abandonado. Finalmente, una noche de octubre del
2007, varios cientos de hombres, mujeres y niños, dirigidos por un grupo de
duros y decididos exconvictos, invadieron la torre y acamparon allí. Una mujer
que fue parte de la invasión me dijo: “Entramos como si fuera una cueva.
Parecíamos cochinos, todos ahí juntos. Abrimos la puerta y desde ese día hemos
estado viviendo aquí”. Estaba asustada, pero sentía que no tenía otra opción.
“Todos buscaban un techo sobre sus cabezas porque nadie tenía donde vivir. Y
era una solución”. Muchos más los siguieron. Los líderes de la invasión
comenzaron a vender el derecho de entrada a los recién llegados, en su mayoría
personas pobres de las barriadas de Caracas que deseaban cambiar las laderas
fangosas por el centro citadino.
Hoy
en día, la torre es el emblema de una tendencia de la era Chávez: la “invasión”
organizada de edificios desocupados por grupos grandes de ocupantes ilegales.
Cientos de edificios han sido invadidos desde que el fenómeno se inició en
2003: bloques de apartamentos, torres de oficinas, almacenes, centros
comerciales. Cerca de ciento cincuenta edificios en Caracas están ocupados por
invasores. La Torre de David alberga un estimado de tres mil personas, llenando
la torre más pequeña por completo y la más alta hasta el piso veintiocho.
Jóvenes motociclistas operan una línea de “mototaxistas” para los residentes de
los pisos más altos, llevándolos desde la planta baja hasta el décimo piso del
estacionamiento adjunto, desde donde pueden ascender por unas rudimentarias
escaleras de concreto. Para quienes viven por encima del décimo piso, es un
largo camino hasta el tope.
En
un reciente viaje a Caracas, le pedí a un taxista que me dejara en frente de la
Torre de David y me contestó con una mirada de asombro. “No vas a entrar allí,
¿verdad? “, dijo, “¡De ahí sale todo el mal de esta ciudad!”. La Torre se ha
ganado el dudoso honor de ser un centro criminal, alimentado por los relatos de
la prensa que presenta al lugar como un refugio para delincuentes, asesinos y
secuestradores. Para muchos caraqueños, la Torre es sinónimo de todo lo que
está mal en su sociedad: una comunidad de invasores que habitan en medio de la
ciudad, controlada por pandilleros armados con el consentimiento tácito del
gobierno de Chávez.
El
jefe de la Torre es un excriminal convertido en pastor evangélico, llamado
Alexánder “El Niño” Daza. Un ardiente partidario de Chávez que aceptó reunirse
conmigo sólo después de que un intermediario le aseguró que era políticamente
aceptable. Cuando llegué a la entrada principal de la Torre había mujeres
dentro de una cabina de seguridad que operaban una puerta controlada
electrónicamente. Me pidieron una identificación y que firmara un registro,
permitiéndome pasar sólo porque era un invitado de Daza. Daza me esperaba en el
atrio, un espacio de concreto al aire libre entre los dos edificios
principales. Una música ensordecedora salía de un par de altavoces grandes
justo en la puerta de entrada a la “iglesia” de Daza, una habitación ubicada en
la planta baja donde predica los domingos. Según contaba, se había convertido o
“renacido” estando en prisión. De baja estatura, cuerpo fornido y cara de niño,
tiene treinta y ocho años pero luce mucho más joven.
Nos
sentamos en un muro pequeño para hablar pero, con los altavoces a todo volumen,
Daza era prácticamente inaudible. No habló de la Torre, su comunidad ni de su
papel como una figura de autoridad. En su lugar, haciendo eco del lenguaje de
los funcionarios del gobierno, se quejó de que los “medios de comunicación
privados” siempre buscaban la manera de distorsionar la verdad, hacer daño a
“la causa de la gente” y de “dañar a Chávez”. Durante mi experiencia reportando
sobre Chávez, he llegado a pasar una buena cantidad de tiempo con él, y cuando
le dije esto a Daza me miró con cautelosa impresión. Después de un rato, se
relajó considerablemente, señalándome a su esposa, una bonita joven llamada
Gina, mientras caminaba junto a nosotros con un niño.
Gran
parte de la vida comunitaria de la Torre estaba fuera de nuestra vista, por
encima de nosotros, pero algunos de los apartamentos de los niveles más bajo
estaban al pie del atrio. Había ropa tendida en balcones por terminar y en
algunas antenas. También pueden verse signos de la lealtad política imperante.
En las últimas elecciones, Daza hizo todo lo posible para que la Torre de David
fuese una base de apoyo para Chávez y colgó una pancarta grande y roja en su
honor.
Daza
protestó por las historias sobre la Torre que la denunciaban como centro de
crimen y a él como un criminal. Él y su gente se hicieron cargo de algo que
estaba “muerto” y “le dimos vida”, dijo: “La rescatamos con la visión de vivir
aquí en armonía”. Ésta fue una opinión minoritaria. Guillermo Barrios, el
Decano de Arquitectura, me dijo: “La Torre de David no era un bello ejemplo de
la autodeterminación de una comunidad sino una invasión violenta”. Describió a
Daza como un malandro, como el tipo de oportunista matón que ha llegado a
tipificar la vida urbana en Venezuela, con la apariencia de un pastor. “Es el
líder de un grupo de invasores que vende la entrada al edificio, un ejemplo del
más salvaje capitalismo”, dijo. “Se arropa en la religiosidad, pero hay un
grupo violento detrás de él que le permite llevar a cabo sus acciones”.
Chávez ganó la reelección en octubre, y en las semanas
siguientes la ciudad tenía una atmósfera de incertidumbre. El presidente de
cincuenta y ocho años había estado recibiendo tratamiento para el cáncer desde
junio del 2011, pero se declaró a sí mismo lo suficientemente sano como para
competir para gobernar otros seis años más. Libró una dura campaña en contra de
su oponente Henrique Capriles Radonski, un atlético abogado de cuarenta años
que representó la centro derecha y ganó por un respetable margen de once
puntos. Sin embargo, desde su discurso de victoria, no había aparecido en
público.
En
noviembre, uno de los funcionarios de Chávez me dijo: “El Presidente se está
recuperando de una agotadora campaña”. Un par de semanas más tarde, Chávez
viajó a Cuba para un chequeo médico y poco después regresó a Caracas y anunció
que sus médicos le habían detectado nuevas células cancerígenas. Sentado junto
a su vicepresidente, Nicolás Maduro, dijo: “Si algo me llegara a suceder…
elijan a Nicolás Maduro”.
Chávez
me dijo una vez que Castro le había advertido públicamente que debía mejorar su
seguridad, diciendo: “Sin este hombre, esta revolución se acabará de
inmediato”. A los ojos de Chávez, esto ponía demasiada importancia en él. Pero
en la medida en que su revolución ha avanzado, lo ha hecho arrastrada por su
personalidad: el lograba que las cosas pasaran cuando estaba físicamente
presente pero, apartando esto, su administración era caótica y desordenada.
Chávez
consolidó su educación ideológica estando en prisión. Fue encarcelado en 1992,
por liderar un fallido Golpe de Estado Militar contra el entonces presidente
Carlos Andrés Pérez. Mientras cumplía su condena, llamó a Jorge Giordani (un
profesor marxista de economía y planificación social de la Universidad Central)
para que le diera clases. “El plan era que Chávez escribiera una tesis sobre
cómo convertir su movimiento bolivariano en un gobierno”, me dijo Giordani en
el 2001, cuando servía como Ministro de Planificación de Chávez. Se echó a
reír: “Nunca terminó la tesis. Cada vez que le pregunto por eso, sólo me dice:
‘Eso es lo que estamos haciendo ahora: llevar la teoría a la práctica’”.
Giordani
me mostró los planes de uno de sus proyectos revolucionarios. “Queremos
deshacernos de las favelas y repoblar el campo”, dijo. Por lo que Chávez y él
habían mandado al ejército al centro no desarrollado del país para comenzar a
construir “comunidades agroindustriales autosostenibles” o SARAOs, que a su
juicio se convertirían en pequeñas ciudades. Reconoció que era una idea
utópica, “pero en la planificación social uno debe moverse entre la utopía y la
realidad”. Al final, los SARAOs fueron engavetados y los barrios crecieron en
su lugar. Era típico del gobierno ad hoc de Chávez. Una vez en el set de
“Aló Presidente” (su programa de televisión exento de forma), lo vi lanzar un
importante programa de expropiaciones de grandes fincas que serían entregadas a
los campesinos. Hizo el anuncio con gran cordialidad, a lo cual le siguió un
comentario, jugada por jugada, de un partido de voleibol.
Cuando
llegué a Caracas en noviembre tenía casi cuatro años sin volver, y la ciudad se
veía más inmunda y desgastada que nunca, aunque se mantenía llena de carteles y
pancartas en las que el gobierno se felicitaba a sí mismo por diversos logros.
Se mostraba a Chávez en gigantescas vallas abrazando con cariño a ancianas y
niños. Por todas partes había carteles sobrantes de la última campaña
electoral, en las paredes, en postes de electricidad, puentes y carreteras.
Había grafitis políticos de ambos bandos y salpicones de pintura en los lugares
donde un partido había tratado de sabotear la propaganda del otro.
La
polarización es lo que ha definido la era chavista. Son raras las cuestiones de
la vida pública que no sean batalladas y discutidas amargamente. Esto se extiende
a la Torre de David: todas las personas que conocí tenían una opinión al respecto.
Un amigo periodista, Boris Muñoz, me dijo que el edificio está manejado por el
“lumpen empoderado” que controlaba la vida de los residentes con el mismo
sistema violento que rige la vida dentro de las cárceles venezolanas. Guillermo
Barrios respondabiliza de las invasiones al gobierno y a su política negligente
sobre la ciudad, incluyendo al propio Chávez. “El lenguaje político que ha
justificado las invasiones y el robo absoluto proviene de los discursos de
Chávez “, dijo. En el año 2011, Chávez dio un discurso exhortando a los
indigentes de Caracas a tomar almacenes abandonados y galpones bajo su poder.
“Invito al pueblo”, dijo, “a que busquen su propio galpón y me digan dónde
está. Cada quién que busque sus galpones. ¡Vamos a buscarnos un galpón! Hay
mil, dos mil galpones abandonados en Caracas. ¡Vamos para allá! Que Chávez los
expropiará y los pondrá al servicio del pueblo”.
Las
ocupaciones ilegales de todo tipo de edificios se habían disparado. Después de
que una inundación desastrosa en diciembre del 2010 dejó a cien mil personas
más sin hogar —la mayoría desalojados de los barrios pobres ubicados en los cerros—
Chávez obligó a hoteles, un club de campo y hasta un centro comercial a
alojarlos. Durante meses, varios miles de damnificados vivieron en parques de
la ciudad y en una tienda de campaña levantada frente al Palacio Presidencial
de Miraflores. Algunos fueron alojados dentro del palacio. La situación era
claramente urgente y Chávez, en típico estilo cuasi militar, declaró una nueva
“misión”: la Gran Misión Vivienda Venezuela.
En
Caracas, buena parte de la carga de la Gran Misión Vivienda Venezuela recayó en
manos de Jorge Rodríguez. Rodríguez fue vicepresidente bajo el mandato de
Chávez y es el alcalde del municipio Libertador, el centro de la ciudad, desde
el año 2008. Fui a verlo una mañana a su oficina ubicada en un hermoso edificio
colonial, con balcones y un patio interior lleno de árboles. Es un hombre
delgado y amistoso con la cabeza rapada, vestido a la manera informal de muchos
de los ministros de Chávez: una pulcra guayabera blanca sobre jeans negros y
zapatos deportivos. Sobre su oficina se alzaba un enorme óleo de Simón Bolívar
y la ventana daba a una preciosa plaza con el nombre de Bolívar, decorada con
una gran estatua de El Libertador.
Rodríguez
no había absorbido el grado de deterioro de la ciudad hasta que llegó a ser
alcalde. “En mi primer día de trabajo, miré por la ventana y vi a un borracho
orinando sobre la estatua de Bolívar. Me dije a mí mismo, ‘si así son las cosas
aquí, ¿cómo será en el resto de la ciudad?’”. Rodríguez dijo que fue a ver a Chávez
para discutir la situación. “Decidimos que íbamos a arreglar la ciudad, desde
el centro hacia afuera. Teníamos que empezar en alguna parte”.
Rodríguez
culpó a los gobernantes anteriores por los problemas de Caracas. Desde que los
españoles fundaron la ciudad su crecimiento no ha sido planificado, excepto
durante la dictadura de Pérez Jiménez. “Él tenía un plan, pero luego fue
derrocado”, según Rodríguez. El alcalde describe el preámbulo a la emergencia
actual como un “lento terremoto”. Los pobres habían vivido en barrancos y laderas
de las montañas para luego trasladarse a la ciudad por mera necesidad. El adinerado
sector privado dejó de invertir en la ciudad y la inundación de 2010 había tornado
la situación en una crisis.
Rodríguez
dijo que en todo el país la déficit de viviendas era de tres millones, y la
meta para el año era de doscientas setenta mil unidades nuevas. Barrios me
había dicho que durante la mayor parte del mandato de Chávez el gobierno había
construido un promedio de veinticinco mil unidades al año. El gobierno había
atendido un porcentaje menor de las necesidades de vivienda que cualquier
administración desde 1959. Pero Rodríguez me aseguró de que estaba en buen
ritmo para alcanzar su meta, diciendo: “Estamos construyendo donde sea que
podamos”. Admitió que todavía tenían un largo camino por recorrer. “Apenas
descanso, ¡y estoy de pie todo el día!”, dijo, riéndose y señalando sus zapatos
deportivos.
Rodríguez
señaló a la plaza y me preguntó si notaba alguna diferencia respecto a mi
visita anterior. Me di cuenta de que la plaza estaba vacía. No estaba ninguno
de los vendedores ambulantes que obstruían el paso peatonal de las calles del
centro histórico. “Nos deshicimos de cincuenta y siete mil de ellos”, dijo
Rodríguez. Los trasladaron a un nuevo mercado cubierto en el borde del centro
de Caracas. Con el respaldo del Presidente, Rodríguez también decretó que las
invasiones a edificios ya no serían toleradas, pero que tampoco habría
expulsiones arbitrarias. “Todavía hay uno o dos intentos semanales de adueñarse
de un edificio, pero los detenemos”.
Al
parecer, el gobierno no aprobó oficialmente ninguna invasión de la Torre de David,
pero no ha hecho ningún intento para cerrarla. ¿Hubo un acuerdo tácito en dejar
las cosas como estaban? Rodríguez se mostró incómodo y dijo: “La situación de
la Torre de David debe corregirse y será tratado por el gobierno a su debido
tiempo”.
En
los alrededores de la ciudad había indicios de que Chávez había comenzado a
enfrentar los problemas relacionados con la insuficiencia de vivienda pública y
transporte. Rodríguez me llevó a un sitio en la Avenida Libertador donde varios
edificios de apartamentos eran derribados, incluyendo construcciones espontáneas
de ladrillo y acero de más de cinco pisos. Junto a éstos, en el borde de la
carretera, se demolían barriadas cuyos habitantes eran reubicados. A los lados
de varias autopistas se veían torres de alta tensión para un nuevo tren de
pasajeros elevado (comprado en China), parte de un ambicioso plan para aliviar
el tráfico de la ciudad y aliviar la presión sobre su abrumado sistema de
Metro. Se ha instalado un costoso teleférico para transportar a pasajeros hasta
el tope del cerro que aloja a San Agustín, uno de los barrios marginales más
antiguos de la ciudad. Los vagones parten de una reluciente estación y se
mueven silenciosamente en el aire, impulsados por enormes poleas austríacas.
Todos están pintados del color predilecto de Chávez, el rojo Bolivariano, y en
cada uno reza: Soberanía, Sacrificio, Moral Socialista… Debajo, puede verse la
basura rodando entre pendientes fangosas, un laberinto de ranchos y callejones
mugrientos. Me dijeron que no me bajase en la cima, para evitar el riesgo de
ser asaltado.
Una
mañana, Daza se reunió conmigo en un terreno baldío cubierto de maleza detrás
la torre más pequeña. Estaba supervisando un grupo de trabajo de cuatro
adolescentes y un hombre mayor que mezclaban cemento en una carretilla y lo
untaban sobre una extensión de hormigón, barro, hierba y escombros. Daza lucía
jeans, zapatos de gamuza y una camisa de cuadros. El aire apestaba a cloaca.
Daza explicó que quería hacer un pequeño parque, donde las familias con niños
puedan tener un lugar seguro para jugar y organizar piñatas y fiestas de cumpleaños.
Los
adolescentes del grupo bromeaban y evitaban trabajar, mientras que Daza gritaba
órdenes de vez en cuando, pero en general los observaba con tolerancia. Él me
dijo que eran jóvenes en riesgo de caer en la delincuencia, recomendados por
sus propios padres. En el trabajo podían ser supervisados y, ganando un salario
de aproximadamente cien dólares al mes, podrían colaborar con un poco de dinero
para sus familias. Los supervisaba personalmente, explicó, porque el último
encargado resultó ser irresponsable. “Todo lo que hacía era pasear en su moto,
armando desorden”, me dijo.
Daza
tenía planes ambiciosos para la Torre. Me mostró el estacionamiento en planta
baja, un espacio enorme y vacío excepto por algunos autobuses dañados y explicó
que era una fuente importante de ingresos: el garaje se alquila a los conductores
de autobús. Más tarde estaría lleno. Cerca de la entrada, donde un par de
muchachos descansaban en sucios sofás, Daza planificaba instalar una puerta de
seguridad y construir una caseta de vigilancia. A un lado del edificio, cerca
de una hilera de frondosos árboles de mango, Daza señaló un espacio no
utilizado donde quería construir una guardería para los niños de las madres
trabajadoras. Cerca de la puerta principal esperaba abrir una cafetería, “donde
pueda venderse comida Bolivariana a precios socialistas”.
A
medida que caminábamos Daza me explicaba cómo funciona el edificio. Tenía una
manera rítmica y enfática de hablar, como un predicador. “No hay ningún régimen
carcelario impuesto aquí”, dijo. “Lo que hay aquí es orden. Y no hay celdas,
sino hogares. Nadie está obligado a colaborar aquí. Aquí nadie es un inquilino:
todos son habitantes”. Cada habitante tiene que pagar una cuota mensual de ciento
cincuenta bolívares (alrededor de ocho dólares al tipo de cambio del mercado
negro) para ayudar a cubrir los gastos básicos de mantenimiento, como los salarios
de la brigada de limpieza y de construcción. A las personas que no pudieron
permitirse el lujo de construir sus viviendas se les ofreció ayuda financiera.
Todos los residentes están registrados y cada piso tiene su propio delegado
encargado de resolver cualquier problema. Si los problemas no podían resolverse
en el piso, son llevados a una reunión del consejo de la Torre, que Daza
convocaba dos veces por semana. Un problema común, dijo con un poco de amargura,
era que los residentes no pagaran su cuota mensual, y era difícil disuadir a
los inquilinos de arrojar basura en el patio. A los transgresores “se les da
una advertencia apelando a sus conciencias”. Hay una junta disciplinaria que
tiene la capacidad de expulsar de la construcción a los peores infractores,
pero siempre hay quienes se toman libertades.
La
versión de Daza del sistema de justicia de la torre contrastaba crudamente con
las historias que había escuchado de ejecuciones al estilo carcelario, de
personas mutiladas y partes corporales volando desde los pisos superiores. Este
era el castigo habitual para ladrones y soplones en las cárceles de Venezuela,
y la costumbre se ha colado entre los criminales de los barrios de Caracas.
Cuando le pregunté acerca de estas historias, Daza apretó los labios, un gesto
común de reproche entre los venezolanos. “Lo que queremos es seguir viviendo
aquí “, dijo. “Tenemos una buena vida. No oímos tiroteos todo el tiempo. No hay
matones con pistolas en sus manos. Lo que hay aquí es trabajo. Lo que hay aquí
es gente buena, gente trabajadora”. Cuando le pregunté a Daza cómo se había
convertido en el jefe o líder de la Torre frunció nuevamente los labios, y
finalmente dijo: “Al principio, todo el mundo quería ser el jefe, pero Dios se
deshizo de los que quería deshacerse y dejó a aquellos que él quería que se
quedaran”.
Muchos
de los residentes de la Torre han llevado vidas complicadas, afectados por la
confluencia en el país de la pobreza y la delincuencia. En un almacén habilitado
cerca de la iglesia de Daza vive Gregorio Laya, un compañero de Daza de los
tiempos de la prisión. Laya trabajaba como cocinero en la cocina presidencial
del Palacio de Miraflores, pero en los viejos tiempos formaba parte de
una banda de roleros o ladrones de relojes caros. Hizo una lista de sus
favoritos: Rolex, Patek Philippe, Audemars Piguet. Por lo general, él y sus
hombres esperaban fuera del Teatro Teresa Carreño a los asistentes de
conciertos. Pero un día decidió robar al dueño de un spa “cerca de aquí, a
pocas cuadras de distancia”, señalando más allá de la Torre. Consiguió el reloj
pero, al salir, el hombre sacó un arma y comenzó a dispararle. No tuvo “más
remedio” que responder, dijo, y disparó contra el propietario varias veces
hasta matarlo. Laya fue herido también y la policía lo acorraló a sólo unas
cuadras de distancia. Lo condenaron a once años en prisión.
El
apartamento de Laya era de una sola habitación, equipado con elementos
esenciales de la vida diaria, similar a un camarote de marinero o una celda de
prisión. Había una cama grande y una TV pantalla plana, un armario, una silla y
un tendedero en una esquina con ropa. Laya declaró estar contento. Tuvo la
suerte de conseguir un trabajo y agradece a Daza por haberle encontrado un
lugar en la Torre. Todos los días camina frente al spa en su trayecto al
trabajo y piensa en lo diferente que era su vida.
Daza
contó su propia historia de redención en términos similares. Un día me mostró
su iglesia, un almacén antiguo y grande pintado de verde, con sillas de
plástico apiladas y un atril de predicador. Letras recortadas de papel dorado
pintaban en la pared las palabras “Casa de Dios” y “Puerta del Cielo”. Daza
dispuso de dos sillas y me invitó a sentarme.
Daza
me dijo que era oriundo de Catia, uno de los barrios más famosos de Caracas. Su
familia era muy pobre. Era el más joven de varios niños y sus hermanos eran
mucho mayores. Se mantuvo alejado de los problemas hasta cumplir los ocho años,
cuando unos muchachos mayores robaron su bicicleta y le dieron una humillante
paliza. Los describió como malandros que aterrorizaban su barrio. “Recuerdo que
miraba como perseguían a mis hermanos mayores”, dijo Daza. “Ellos tenían armas
y mis hermanos corrían cuando los perseguían y les disparaban”.
“No
me importaba si mataban a mis hermanos”, prosiguió. “Me molestaba la forma en
que llegaban a casa y se comportaban frente a mi mamá. Ellos la maltrataban,
fumaban drogas y hablaban mal delante de ella. Yo les decía que eran unos cobardes,
porque lo único que hacían era traer a sus enemigos al barrio para luego huir
cuando llegaban”.
Daza
formó su propia banda de niños delincuentes. “Nos adueñamos de algunas pistolas
y luego, cuando tenía quince años, hicimos nuestro primer trabajo, que fue
esperar a que el líder de esos mismos malandros subiera y…” -simulando disparar
con su mano- dijo, “acabamos con él”. Después de eso, Daza se convirtió
en el jefe de todo el barrio.
Daza
ha cumplido dos sentencias en la cárcel, una de cinco años y otra de dos.
Durante su segundo encarcelamiento, por un cargo de porte ilegal de armas, un
policía que también ejercía de pastor llegó a la cárcel y lo convirtió. Él
resurgió “con el Evangelio” y ha tratado de llevar una vida mejor desde
entonces.
Para
Daza, como para muchos otros residentes de Caracas, la perspectiva de una vida
mejor es tanto material como espiritual. La administración de Chávez ha tenido
efectos volubles sobre la economía de la nación. Mientras que su retórica anticapitalista
ha inducido a algunas empresas a abandonar el país, otras han aprendido a
trabajar con el gobierno y han obtenido muy buenos resultados. Las regulaciones
son sorprendentemente abundantes (el mero hecho de pagar la cena en un
restaurante requiere mostrar una identificación) pero, de forma perversa, esto
ha fomentado el emprendimiento en el mercado negro. Muchos médicos e ingenieros
han huido del país, mientras que otros profesionales han prosperado. La única
constante es el flujo de dinero petrolero, que brinda una gran riqueza a
ciertas personas y es compatible con un creciente sector público. Los
venezolanos más pobres están ligeramente mejor en la actualidad. Y, sin
embargo, a pesar de que Chávez apela a la solidaridad socialista, su gente
ansía seguridad y objetos de la buena vida tanto como una sociedad más
equitativa.
Una
noche, Daza insistió en llevarme de regreso a mi hotel. Él, Gina y yo esperamos
fuera de la torre cuando una reluciente Ford Explorer verde se detuvo frente a
nosotros y un conductor se bajó y le entregó las llaves a Daza. Entré al
asiento trasero y nos pusimos en marcha. Mientras conducía, Daza me dijo: “Dios
me bendijo con el carro el diciembre pasado”. Aparentemente un hombre le debía
dinero y, cuando éste fue incapaz de devolvérselo, le dio el auto a cambio. Era
un modelo del 2005, según Daza, lo cual estaba bien. Pero ahora quería el del
2008 (idealmente de color blanco). Por casualidad pasamos al lado de una
Explorer blanca 2005 en la vía. Daza murmuró su apreciación del vehículo,
admirando el cromo brillante en la rejilla del espejo retrovisor. Más tarde
pasamos frente a un concesionario Ford, donde una Explorer 2012 descansaba en
una sala de exposición iluminada. “Quién sabe lo que costará ésa, ¡tal vez
medio millón de bolívares!”, exclamó.
En
la autopista, Daza me preguntó dónde quedaba el hotel y parecía inseguro cuando
le dije que era en el sector de Los Palos Grandes. ¿Había estado allí? “Sí, por
supuesto”, me dijo, aunque tuve que señalarle la salida y dirigirlo a partir de
allí. A medida que nos acercábamos al hotel, pasando edificios de apartamentos
enrejados y exclusivos restaurantes, él y Gina miraban asombrados por la
ventana. “La gente aquí es muy rica, ¿verdad?”, dijo Daza. Detuvo el coche en
medio de la calle frente al hotel y lo observó paralizado, mientras que el
resto de los autos tocaban la corneta y nos adelantaban.
Pero
en muchas partes de la ciudad no son los ricos, sino los malandros,
quienes están en ascenso. Caracas es uno de los lugares del mundo dónde es más
fácil ser secuestrado. Miles de secuestros se producen cada año. En noviembre
del 2011 fue secuestrado el cónsul chileno por hombres armados, que lo
golpearon y le dispararon antes de liberarlo. Ese mismo mes, el cátcher
venezolano de los Nacionales de Washington, Wilson Ramos, fue secuestrado en la
puerta de la casa de sus padres y estuvo capturado por dos días antes de ser
rescatado. En abril, un diplomático costarricense fue secuestrado. Al día
siguiente la policía hizo una redada en la Torre de David en su búsqueda, pero
sólo encontraron algunas armas.
En
una cena, en Caracas, escuché a dos parejas intercambiar historias sobre unas
llamadas que recibieron de criminales que aseguraban haber secuestrado a sus
hijos. En ambos casos salían del teléfono voces infantiles muy similares a las
de los suyos, llorando y pidiendo ayuda. Las llamadas eran falsas y fueron
realizadas por secuestradores fraudulentos, pero el episodio, junto a las
noticias cada vez más sangrientas en la prensa, los dejó preocupados por el
futuro. Uno de los crímenes más comentados mientras estuve en Caracas involucró
el asesinato de un taxista, que fue golpeado, cortado en la cara y le
dispararon varias veces. Sus asesinos le pasaron por encima con su propio
carro, sólo por diversión, antes de escapar.
Daza
aparentemente nunca salía de la planta baja de la Torre y tampoco parecía
querer que yo pasara de allí. Cada vez que le propuse subir, tomaba una actitud
evasiva y respondía con excusas cuando le preguntaba si podía asistir a una sesión
de sus reuniones con los delegados. Si en verdad exigía una cuota de inscripción
a cada nuevo residente, como me habían informado, es algo que no quiso admitir.
Pero parecía probable que se ganase la vida del edificio, posiblemente de los
ingresos del garaje de autobuses. En cierta forma, es capaz de permitirse algunos
lujos: aunque vive encima de su iglesia, mantiene un apartamento en otra zona
de la ciudad y sus hijos de relaciones anteriores pueden visitarlo allí con seguridad.
En
un par de ocasiones me las arreglé para subir a la Torre y dar un vistazo. En
el décimo piso, los miembros del equipo de seguridad del edificio siempre
exigían que me identificase y les dijese a donde iba. Cuando mencioné a Daza me
dejaron ir, pero reaparecían cada cierto tiempo, manteniendo un ojo vigilante
sobre mí. Los residentes de la Torre eran cuidadosos y hablaban muy poco al
pasar. En las escaleras, muchos tenían cargas propias que llevar, y se movían
como montañistas, con las expresiones faciales propias de un grupo que está
participando en una prueba de resistencia.
Los
pasillos estaban en un ángulo que les permitía recibir luz de las ventanas ubicadas
en las paredes de cada extremo de la construcción, pero aún así la iluminación
era tenue. En los pisos que no estaban terminados se habían construido pequeñas
casas de bloques pintados y de yeso. Muchos mantienen sus puertas abiertas para
dejar entrar la brisa y para socializar y pude verlos ocupados con sus tareas
cotidianas: cocinar, limpiar, llevar cubos de agua, bañarse. Se escuchaba
música aquí y allá. Daza montó una bomba de agua que funcionaba por un generador
y cada piso tenía su tanque, aunque el suministro de agua corría a través de
tuberías impredecibles y mangueras de caucho.
La
Torre cuenta con varias bodegas, una peluquería y un par de guarderías. Visité
una pequeña bodega en el noveno piso donde Zaida Gómez, una mujer peliblanca y
locuaz de unos sesenta años, vivía con su madre de noventa y cuatro años. Ella
me mostró el cubículo al lado de la tienda donde había instalado a su madre,
una pequeña mujer que me parecía un pájaro dormido, justo en una cama al lado
de uno de los ventanales. Gómez mantiene un ventilador prendido a toda hora, ya
que el calor que emana la ventana volvía la habitación en un horno.
Gómez
es una pionera en la Torre y me dijo que al principio las cosas eran terribles
allí. La Torre estaba gobernada por malandros —dijo sacudiendo la cabeza— y se
habían producido palizas, tiroteos y asesinatos. Pero ahora podía dejar la
puerta de su tienda abierta, algo que nunca fue capaz de hacer en Petare, el barrio
donde vivía antes. Su tienda vendía de todo, desde jabón hasta refrescos y
verduras. Y para reabastecerse de suministros tenía que subir y bajar las nueve
plantas de la Torre varias veces al día. Era agotador, pero dijo que no podía
darse el lujo de pagar un mototaxi que cobraba quince bolívares (alrededor de
ochenta centavos de dólar) por cada viaje. Tiene una hija que la asiste y un
nieto.
Gómez
tenía miedo de verse obligada a mudarse de la Torre. “Este edificio es
demasiado caro para que gente como nosotros esté aquí “, dijo. Vendrá el día en
que las autoridades lo quieran de vuelta. Esperaba que el gobierno, que estaba
construyendo viviendas para los pobres en la adyacente Avenida Libertador, se
acercase a la Torre también y los reubicase a todos. “Todo lo que quiero es mi
casa propia y un pequeño pedazo de tierra para cultivar. Algo que pueda llamar
mío”.
Albinson
Linares, un periodista venezolano que ha escrito sobre la Torre, me describió a
sus residentes como “refugiados de un estado subdesarrollado que viven en una
estructura del Primer Mundo”. Contiene una muestra de trabajadores caraqueños:
enfermeras, guardias de seguridad, conductores de autobuses, comerciantes y
estudiantes. Hay personas desempleadas también y el círculo de exconvinctos
evangélicos de Daza. Cada piso tenía su propia sociología. Los pisos más bajos
son reservados en gran parte para las personas mayores, quienes no pueden subir
hasta los niveles más altos. Algunos pisos están dominados por familias y otros
están ocupados principalmente por hombres jóvenes de peligroso aspecto. Un día,
un fotógrafo con quien viajaba fue jalado hacia un apartamento por un par de
hombres que lo interrogaron con suspicacia. Cuando mencionó el nombre de Daza
lo dejaron ir, pero a regañadientes. En la escalera vimos un grafiti que decía
“El Niño Sapo”. Parecía que Daza tenía enemigos dentro de la Torre.
Que
hubiese conflicto parecía inevitable. Entre los derechos de admisión, los cargos
de mantenimiento y el alquiler del garaje, hay una buena cantidad de dinero
disponible para los invasores. Una tarde Daza me llevó a un restaurante en la
calle de la Torre, un lugar pequeño y caluroso con una cocina abierta. Poco
después de sentarnos, tres hombres entraron a rondar amenazadoramente por
nuestra mesa, parados justo detrás de nuestras sillas. Daza arqueó las cejas y
dejó de hablar, hasta que después de un par de largos y tensos minutos los
hombres salieron y se sentaron en la acera. Más tarde, Daza me dijo que
aquellos hombres se ganaban la vida organizando invasiones. “Son
profesionales”, dijo. “Es lo que hacen”. Le pregunté si eran enemigos. Me dijo
que no exactamente y luego murmuró que había muy poca gente en la vida en
quienes se pueda confiar.
A
media hora en carro desde la Torre de David está otra invasión: El Milagro. Fue
fundada unos años antes por José Argenis, otro ex convicto convertido en pastor
que se unió a ex reclusos y sus familias para invadir una parcela de terreno al
lado del río en las afueras de Caracas. Era una zona cubierta de matorrales y
desperdicios, pero cuenta con una excelente ubicación: justo al lado de la
carretera principal, al lado de una estación de autobuses y cerca de un puente
angosto que le permite a los residentes cruzar el río a pie o en moto. El Milagro
es ahora una comunidad de casi diez mil personas y sigue creciendo.
Argenis,
un hombre negro con carisma y una atronadora voz, dirige un centro de
rehabilitación en El Milagro para ex prisioneros que van a pedirle ayuda para
hacer una mejor transición al mundo exterior. Las cárceles de Venezuela tal vez
sean las peores de América Latina: las treinta instalaciones del país fueron
diseñadas para mantener unos quince mil internos, pero realmente alojan tres
veces esa cantidad. Se compran y venden narcóticos abiertamente, y los reclusos
tienen acceso a armas automáticas y granadas. En muchas prisiones los guardias
han cedido el control a las bandas armadas dirigidas por jefes delincuentes
llamados “pranes”, llamados así por el sonido que hace un machete al golpear
concreto. Los pranes lideran la creciente comunidad criminal que se extiende
dentro y fuera de las prisiones. Frente a una deplorable fuerza policial y
judicial, caracterizadas por la ineficiencia y la corrupción, los pranes
brindan una estructura donde no existe ninguna.
Los
pranes se han vuelto suficientemente poderosos como para tratar directamente
con el gobierno. Argenis trabajó como asesor de Iris Varela, la recién nombrada
por Chávez Ministra de Servicios Penitenciarios, a quien ayudaba a negociar con
los pranes. Explicó que era un trabajo no remunerado “hasta el momento”, pero
que le interesaba trabajar con ella. Argenis espera que su modelo de
rehabilitación obtenga financiamiento gubernamental, y que pueda construir
otras instalaciones a lo largo del país.
Argenis
cumplió una condena de nueve años por homicidio, en los que conoció a Daza.
Después de salir de prisión se mantuvieron en contacto. “Cuando invadieron la
Torre, El Niño todavía estaba involucrado en ese mundo, el de los bajos fondos”,
dijo. “Y había quienes querían desorden, pero él impuso orden… a la antigua”.
Me regaló una mirada resabiada. Hubo un momento en el que Daza acudió a él en
busca de ayuda. “Estuvo aquí por seis meses. Permanecía como el líder oficial
de la Torre, pero se quedó aquí”. Según Argenis, Daza había “salido de la
cárcel con problemas. Había gente que quería matarlo y lo protegimos”. Dejó
abierta la posibilidad de que Daza volviera a la vida criminal. “Creo que ya
colgó los guantes”, dice Argenis, sonriendo irónicamente. “Pero siempre puede
volver a caer en tentación, porque tenemos que cuidar de nosotros mismos,
¿sabes?”
Argenis
mantenía enemigos también. “He matado a hombres. He dejado a otros en silla de
ruedas. Dejé a algunos estériles. Sólo imagínalo: me van a odiar por el resto
de sus vidas”. Cuando le pregunté cómo la cultura del malandro había cobrado
tanta fuerza, me respondió que se debía a las cárceles. Me explicó que los
hombres internados ni siquiera trataban de escapar, porque “tienen todo lo que
necesitan allí y viven tan bien o mejor que en las calles”. La economía
penitenciaria estaba en auge, con miles de millones de bolívares generados a
través del control del tráfico de drogas. “Las cárceles son muy fuertes, y han
llegado a ser mucho más fuertes en los últimos siete u ocho años”.
Argenis
cumplió su condena en una prisión llamada Yare, situada en medio de colinas a
una hora del sur de Caracas. Yo visité la cárcel en el 2001 y un funcionario de
la prisión me condujo por un camino de tierra alrededor del perímetro de la
verja que cercaba el edificio. Nos detuvimos y vi dos bloques de celdas con decenas
de agujeros de bala en sus fachadas. Había agujeros donde debían estar las
ventanas y un grupo grande de hombres rudos sin camisa bajaba la mirada hacia
nosotros. Una línea gruesa y negra de excremento humano recorría la pared exterior
y el patio de abajo era un mar de lodo y basura de varios pies de profundidad.
“No podemos quedarnos por aquí”, me dijo el funcionario. “Si nos quedamos demasiado
tiempo, puede que nos disparen”. A medida que nos alejábamos, me explicó que
sólo había seis guardias a la vez dentro de la prisión. Los internos permitían
a un guardia elegido por ellos para acercarse hasta una puerta determinada y
recuperar los cadáveres dejados allí.
Chávez
estuvo preso en Yare durante dos años después de su intento de golpe de Estado.
A pesar de que se mantuvo en un área segura para presos políticos, supuestamente
escuchó con impotencia cómo un grupo violaba a otro recluso, le cortaban la garganta
y luego era apuñalado hasta morir. Chávez fue perdonado en 1994 y al comienzo
de su presidencia se comprometió a contribuir con la reforma del sistema
carcelario. Pero, mientras nuevas causas y crisis emergían, las prisiones
fueron olvidadas: de las veinticuatro prisiones que prometió construir, sólo se
construyeron cuatro. El año pasado hubo más de quinientas muertes violentas en
el sistema. En agosto, dos pandillas de Yare se involucraron en un tiroteo de
cuatro horas en el que murieron veinticinco reclusos y un visitante. Se
publicaron fotografías de Geomar y El Trompiz, los jefes pandilleros
responsables de la masacre, posando desafiantes con sus armas. El Trompiz fue
asesinado el pasado enero, al parecer por sus propios hombres.
Después
de que Chávez fue reelecto, declaró un estado de emergencia en el sistema
penitenciario del país, y prometió una completa transformación. Sin embargo,
Argenis sugiere que el daño ya estaba hecho. “Este gobierno ha sido más permisivo:
los gobiernos anteriores eran más represivos”, dijo. “Y así, la cultura
malandra ha crecido y ha migrado de las cárceles hacia las escuelas, las
universidades y las calles. Se ha convertido en una cultura nacional”.
Lo
primero que un visitante ve al llegar desde el Aeropuerto Internacional a Caracas
es un barrio, quizás el más famoso de la ciudad: el 23 de Enero. “El 23″, como
se le conoce, fue construido en los años cincuenta como un proyecto de vivienda
pública diseñado por uno de los más grandes arquitectos del país: Carlos Raúl
Villanueva. Es un complejo de ochenta edificios que ocupa verticalmente un enorme
pedazo de tierra en la entrada norte de la ciudad. Fue concebido como un enorme
suburbio, dividido entre edificios de cuatro plantas y torres de quince pisos,
entrelazados por jardines y caminerías.
Hoy
en día, los espacios verdes están sobrecargados de invasores. El 23 es una
favela donde viven unas cien mil personas, apretadas entre los bloques de apartamentos
de Villanueva. La zona es un volátil mosaico de colectivos independientes que
abarcan desde aquellos con pretensiones izquierdistas hasta criminales puros y
duros. Muchos están armados.
Uno
de las figuras emblemáticas del 23 fue Lina Ron, una activista militante de
pelo rubio teñido y carácter grandilocuente. Antes de morir el año pasado de un
infarto, Ron organizó ruidosas protestas antiimperialistas que con frecuencia
se tornaban violentas. Chávez toleraba a Ron y sus agresivos seguidores porque
era una apasionada defensora de sus políticas y solía aparecer a su lado en marchas
y eventos. En 2001, Chávez me insinuó que había aceptado a la extrema izquierda
como una forma de impedir un golpe de Estado como el que lo puso en el cargo.
“La verdad es que necesitamos una revolución aquí y si no lo logramos ahora
vendrá después, con otra cara”, dijo. “Tal vez de la misma manera que comenzó,
una medianoche con pistolas”.
Probablemente
no haya hoy en día otro chavista más abiertamente radical que Juan Barreto.
Profesor de cincuenta años de la Universidad Central, Barreto es un marxista
rotundo, brillante y locuaz. Fue Alcalde Mayor de Caracas, supervisando todos
los distritos de la ciudad desde el 2004 hasta 2008, cuando ocurrieron muchas
de las invasiones, incluyendo la ocupación de la Torre de David. Pasé algún
tiempo con él a inicios del 2008 y me quedó claro que era visto como un
protector por algunos ocupantes ilegales del centro de la ciudad. Barreto
siempre ha dicho que no apoya las invasiones, pero consiente las expropiaciones
de propiedades abandonadas en la ciudad para aliviar la crisis habitacional. En
una acción típica de su mandato, Barreto enfureció a la fracción adinerada de
la ciudad al amenazar con la confiscación del Country Club de Caracas, rodeado
de suntuosas villas y jardines que circundan un campo de golf de dieciocho
hoyos, para darle el espacio al pueblo. Al final, el plan fue abandonado, al
parecer, por órdenes de Chávez.
La
franqueza de Barreto le ha ganado numerosos enemigos e incluso muchos jefes
chavistas lo ven como un fanático desbocado, con una tendencia de hablar
públicamente acerca de “armar al pueblo” para defender la revolución. Siendo alcalde,
claramente le encantaba ser el enfant terrible de la revolución de
Chávez. Organizó una tripulación de motorizados guardaespaldas que viajaban con
él. Entre sus allegados estaba un ex sicario adolescente llamado Cristian, que
estaba siendo rehabilitado por Barreto. Al presentármelo le preguntó:
“Cristian, ¿a cuántas personas has matado?” El chico murmuró “Unas sesenta,
creo…” y Barreto se rió con deleite.
Cuando
Barreto dejó el cargo, entró en un limbo político que terminó el año pasado
durante la campaña de reelección de Chávez, en la que volvió al entorno presidencial.
Fue el líder de un grupo informal de colectivos radicales de barrios con los
que formó una nueva organización, REDES, que se unió a la campaña del presidente.
Caracas fue abarrotada de pósters de REDES que muestran a un Chávez hinchado,
debido a tratamientos con esteroides, unido por un abrazo varonil con el aún
más corpulento Barreto.
Me
encontré con Barreto en su casa situada en el sector de El Cementerio, llamado
así por el gran cementerio que alberga y en el que malandros celebran rituales
en honor a sus camaradas caídos. Las colinas cercanas están cubiertas por ranchos.
El frente de la casa de Barreto es una enorme puerta doble de hierro, resguardada
por un par de vigilantes armados con pastores alemanes cerca. Después de
haberme identificado me condujeron a través del garaje, donde había dos
camionetas blindadas estacionadas. Dentro había un claustro repleto de arte moderno
y esculturas, además de un gran acuario. Barreto estaba en la parte de arriba,
en una cocina de último modelo preparando tamales. A un lado de la cocina
estaba la sala de estar, donde un grupo de hombres jóvenes, miembros de su séquito,
estaban sentados en una mesa con laptops. La habitación estaba decorada con una
pintura erótica hecha por Barreto —una mujer sin camisa, con la mano de un
hombre dejando caer una fresa en su boca— junto a una botella de Johnnie Walker
Platinum (“regalo de un amigo”) y una figura de Marlon Brando como Don
Corleone.
Barreto
explicó que él y sus compañeros estaban trabajando para convertir a REDES en un
partido político. Chávez había mostrado un reciente plan para el “socialismo
del siglo veintiuno”, en el cual la sociedad venezolana sería reestructurada en
comunas. Nadie entendía exactamente lo que el término significaba o cómo se
aplicaría, excepto tal vez el propio Chávez, y había un acalorado debate al
respecto. Barreto dijo que él y sus seguidores estaban preocupados pues, sin la
presión de grupos como REDES, el plan se utilizaría para “meter en una camisa
de fuerza” a las verdaderas fuerzas revolucionarias.
Para
ayudar a crear una comuna auténtica, Barreto trabaja estrechamente con Alexis
Vive, uno de los colectivos armados mejor organizados del 23. Barreto sugirió
subir a verlos. A medida que entramos en una de sus camionetas —que, según él,
Chávez le había prestado—, un guardaespaldas sacó una ametralladora, una P90
belga. “Hermosa, ¿verdad?”, dijo Barreto, sonriendo. “Dispara cincuenta y siete
balas”. Explicó que armas como estas son necesarias para defenderse. “No es que
estemos en contra del gobierno. Es que no encuentro la manera de apoyarlo
totalmente”. Se echó a reír. “Es como cuando tienes una mujer hermosa, pero te
has desenamorado de ella. Es difícil. La quieres un momento y al siguiente no,
¿me entiendes?”
En
la sede del colectivo Alexis Vive hay murales de Marx, Mao, Castro y el Che
Guevara pero, aparte de algunos hombres armados merodeando al borde de unos
edificios cercanos, los soldados se mantenían discretamente fuera de la vista.
Uno de los líderes del grupo, un joven estudiante de Sociología llamado
Salvador, me explicó que el colectivo controlaba unas cincuenta acres que
alojaban cerca de diez mil habitantes, con quienes trataban de formar en un
colectivo marxista autosustentable. El grupo estaba armado sólo para
defenderse, dijo. Policías corruptos y miembros de la Guardia Nacional
venezolana estaban trabajando con grupos de malandros del 23, a veces en zonas
que bordeaban su propio territorio. Barreto sostuvo que el contingente armado
estaba protegiendo a su pueblo de oficiales delincuentes. “No han sido capaces
de llegar aquí desde 2008″, dijo entre risas. “Hemos estado en tiroteos con
ellos”.
La
corrupción en las fuerzas de seguridad es un problema profundamente arraigado
—y según Barreto—es la verdadera fuente de la cultura criminal del país. Dijo
haber luchado contra el problema durante su período como Alcalde, sustituyendo gran
parte de la fuerza policial con miembros de los Tupamaros, un grupo armado del
23 de Enero. Salvador dice que la situación surge de la incapacidad de Chávez
para enfrentarse a los verdaderos criminales: “Chávez no ha perseguido a los malandros
porque cree que pueden volverse en su contra”.
Un
domingo, cincuenta sillas de plástico fueron alineadas para la misa dominical
en la iglesia de Daza, pero sólo una docena de personas se presentaron, casi todas
mujeres y niños. Daza no se veía molesto. Llevaba una corbata, pantalones y
zapatos negros. Probó el micrófono cantando “Gloria” y “Aleluya”, mientras que
un par de hombres acomodaban el equipo musical: una batería, un órgano
eléctrico y enormes altavoces. Llegaron un par de mujeres más y se arrodillaron
a orar antes de unirse a la congregación. Apareció Gina, la compañera de Daza,
con sus hijos, y sacó una Biblia forrada en una cubierta de rosado chillón.
Mientras
los músicos tocaban, Daza cantaba desde un lado de la tarima (cantaba mal pero
sin complejos) y tocaba unos bongos. Finalmente tomó el micrófono y comenzó a
gritar, en un rítmico gruñido ronco, sobre el bien y el mal. Dijo: “Hay guerras
en el mundo, en las que a la gente no les importa si los niños mueren, si las
mujeres mueren, si los viejos mueren: lo único que les importa son las
riquezas. Pero la Biblia dice que sólo hay una vida y es ésta. El Señor conoce
la vida eterna, pero sólo él la conoce y entonces debemos vivir ésta. Tenemos
que vivir esta vida y ser buenos con Dios”.
El
servicio duró tres horas. Las mujeres se balanceaban y movían sus pies con los
ojos cerrados. La voz de Daza se volvió un fascinante muro sonoro. Hubo un momento
en el que se levantó a testificar un joven predicador invitado llamado Juan
Miguel. Dijo ser de un barrio pobre y que su padre estaba loco. Había estado en
la cárcel, y su casa había sido arrasada por las inundaciones de 2010. Vivía
con miles de otros damnificados en el interior de un centro comercial
expropiado por Chávez. “Hemos tenido vidas difíciles, vidas duras, pero Dios
nos ha llamado a predicar su palabra”. Sus ojos brillaban cuando le dijo a
Daza: “Dios nos ha escogido. Dios ha escogido a Venezuela para llevar el
Evangelio al Mundo”.
Un
día Daza me llevó a Miranda, un estado vecino, a ver el barrio donde vivió con
su ex esposa y donde ésta aún vivía. A lo largo del camino habló, como siempre,
de cómo Dios lo había salvado. Dejó la escuela cuando tenía trece años y a los
catorce ya estaba en la vida pandillera. Aprendió a leer durante su segunda estadía
en prisión y la Biblia fue su primer libro. “Yo no tengo preparación
universitaria, pero me he educado mucho sobre Dios. Solía hablarle a la gente
de manera ofensiva, con groserías. Me salía la inmundicia. Pero leí en alguna
parte de la Biblia, no recuerdo dónde, que el lenguaje grosero corrompe las
buenas costumbres. Y cuando leí eso me dije: ‘Ay, Dios me está hablando’”.
Llegamos
a una pequeña casa de bloques en la loma de un cerro empinado que se alzaba
sobre otras colinas boscosas, marcadas por nuevas invasiones. La hija de la ex
esposa de Daza estaba allí, una mujer joven y rolliza de unos veinte años.
Parecía feliz de ver a Daza. Nos sentamos en una pequeña sala de estar y Daza
comenzó a recordar la vida con su ex esposa. Aunque entonces era todavía un criminal,
la relación había sido formativa para él. Ella era mayor que él y Daza sintió
que ella lo ayudó a moldearlo como hombre. Ella también lo malcriaba, dijo
riendo, ya que le cocinaba, limpiaba y hasta le planchaba su ropa.
Daza
se veía con otras mujeres. “Yo solía cambiar de novias como tú te cambias de
ropa”, me dijo, y dejó a varias embarazadas. Él y su ex esposa peleaban mucho.
Se puso de pie y representó una pelea particularmente dramática, en la que Daza
inmovilizó a su esposa contra la pared, sacó su pistola, y disparó justo al
lado de su cabeza. “Era sólo para asustarla “, dijo sonriendo. Pero ella
sostenía un cuchillo y, cuando Daza disparó (“quizás ella pensó que realmente
iba a dispararle… o tal vez fue sólo su reacción instintiva”), le había clavado
el cuchillo en el pecho. Salió tambaleándose de la casa y se internó en una
clínica. Tuvo suerte: el cuchillo falló en darle al corazón o a otros órganos
vitales. La joven asintió con la cabeza y se rió al recordar el incidente.
“Después volvimos a estar juntos”, dijo Daza.
En
el carro, le pregunté a Daza si se arrepentía de algo
—No…
—dijo.
—¿Qué
hay de los hombres que has matado?
—¿Como
quién?
—Como
el malandro que mataste cuando tenías quince años.
Daza
se quedó callado. Después de un minuto, dijo: “Yo era un ignorante y ahora me
he transformado. Me siento como un hombre nuevo, una nueva persona. Ésas son
cosas que se viven en la vida y que, bueno, Dios permitió, pero ahora creo que
soy diferente”.
Daza
volvió a guardar silencio y luego dijo: “En esta vida, cuando te conviertes en
un líder, tu vida corre riesgo porque te ganas enemigos. A veces la gente
piensa que estás involucrado con mafias y cosas extrañas, gracias a tu pasado.
Los enemigos siempre van a tratar de desacreditarte. El Diablo tratará de
garantizar que continúes siendo miserable para utilizarte para su beneficio”.
Al
final era difícil saber si El Niño Daza era un malandro, un genuino defensor de
los pobres o ambas cosas. Lo qué parecía claro es que estaba perfectamente
adaptado a la vida en la Venezuela de Hugo Chávez, capaz de obtener ventajas
por todos los medios: aprovechando los vacíos dejados por el gobierno, manejando
su propia empresa capitalista y negociando con el mundo del hampa cuando era
necesario. Al salir de su antiguo barrio, la calle estaba llena por un pequeño
mitin político. Henrique Capriles, quien compitió contra Chávez en las
elecciones presidenciales, es el gobernador de Miranda y las elecciones
gubernamentales se avecinaban en pocas semanas. Voluntarios de la campaña
repartían cerveza y carteles desde una camioneta. Daza se encogió de hombros.
Esperaba que el candidato de Chávez ganara.
Daza
comentó que estaba considerando meterse en la política. Siendo el jefe de la
Torre de David, Daza ha logrado conocer a algunas autoridades de Caracas, incluyendo
a funcionarios de Chávez, y estos le han pedido que considere la posibilidad de
postularse para un puesto de concejal en la ciudad. Con los cambios propuestos
por el gobierno y la creación de las comunas, Daza espera que la Torre de David
pueda adquirir estatus legal. Ha comenzado a hacer sondeos en el edificio. “La
gente me sigue diciendo que debería lanzarme y que tengo una buena
oportunidad”, me dijo. “Así que lo estoy pensando”.
En
el centro de Caracas, a una milla de la Torre de David, un nuevo y espléndido
mausoleo está a punto de ser terminado. Chávez ordenó su construcción hace dos
años para proporcionar un nuevo lugar de descanso a los huesos de Simón Bolívar.
Chávez ya había ordenado anteriormente exhumar y examinar los restos de
Bolívar, persiguiendo la hipótesis de que había sido envenenado por sus enemigos,
pero la autopsia no llegó a ninguna conclusión. Después ordenó levantar la
nueva tumba.
El
edificio es una cuña blanca y delgada que se eleva ciento setenta pies como un
mástil hacia el cielo. La construcción ha costado ciento cincuenta millones de
dólares según reportajes y, como todo lo que ha hecho Chávez, es controversial.
La construcción se llevó a cabo con mucha reserva y el mausoleo, que planeaba
abrir sus puertas el pasado 17 de diciembre después de múltiples retrasos, aún
no se ha inaugurado. En el momento en que se complete se convertirá en la pieza
central de un decadente rincón de la ciudad, junto a una vieja fortaleza
militar (donde Chávez estuvo brevemente encarcelado después de su intento de
golpe) y al Panteón Nacional, una iglesia del siglo XIX donde los restos de
Bolívar son vigilados por guardias floridamente uniformados. Hay rumores
persistentes de que cuando Chávez muera será enterrado en el mausoleo, al lado
de Bolívar.
Por
supuesto, Chávez y sus seguidores tienen la esperanza de que su lucha no sea
sepultada con él. En 2001, Chávez me dijo que era su más ferviente deseo llevar
a cabo una “verdadera revolución” en Venezuela. Sin embargo, unos años más
tarde su viejo maestro Jorge Giordani parecía preocupado de que su protegido no
estuviera construyendo una revolución permanente. “Yo también soy un Quijote”,
dijo. “Pero hay que tener los pies firmemente plantados en la tierra. Si
todavía tenemos petróleo, vamos a tener un país de verdad en unos veinte años,
pero tenemos mucho que hacer entre hoy y ese entonces”, dijo Giordani. Y recitó
un proverbio venezolano: “Muerto el perro, se acabó la rabia…”
Ahora,
mientras Chávez yace gravemente enfermo, los hombres que se denominan chavistas
transmiten sus supuestos deseos a los ciudadanos. Durante los pasados meses,
los venezolanos han tenido muy poca información confiable acerca de sus
intenciones o del verdadero estado de su salud y, por lo tanto, tienen poco que
decir acerca de su propio futuro. Para ellos, la muerte de Chávez representa el
final de una larga y fascinante actuación. Le dieron el poder elección tras elección:
son víctimas de su afecto por un hombre carismático al que le permitieron convertirse
en el personaje central del escenario venezolano, a expensas de todo lo demás.
Después de casi una generación, Chávez deja a sus compatriotas con muchas
preguntas sin respuestas y sólo una certeza: la revolución que trató de llevar
a cabo nunca sucedió. Comenzó con Chávez, y lo más probable, es que con él
termine.